Tú atraes lo que piensas.
Estamos acostumbrados a castigar lo malo, los errores. Actuando de esta forma nos enfocamos en lo malo y recibimos más de lo que no nos gusta.
Si en lugar de hacer esto premiamos lo bueno, los aciertos, estaremos continuamente predispuestos a ver las cosas buenas y recibiremos más aciertos.
Últimamente estoy intentando esto con mis hijos, no es fácil, pues estoy acostumbrada a reaccionar a los errores castigándolos en lugar de premiar los aciertos.
Por las mañanas cuando nos preparamos para ir al colegio, mi hijo tiene que tirar la pajita de beberse la leche y dejar el vaso en la pila y mi hija tiene que ponerse el babero y la chaqueta. Como no lo hacen les digo: “¡Es que nunca lo hacéis! y me enfado.
Bueno, pues el jueves no dije nada. Mi hijo se levantó, tiró la pajita y dejó el vaso en la pila, entonces dije: “¡Qué mayor que eres!, no ha hecho falta que te lo dijera”. Luego mi hija se puso el babero y la chaqueta. Cuando la vi le dije, “Pero bueno, si eres una campeona, tu solita te has acordado”. El Viernes lo volvieron a hacer sin que yo se lo dijera.
Sé que el ejemplo no es gran cosa, pero yo me predispuse a ver lo bueno en lugar de lo malo y obtuve la recompensa.
Mañana seguiré con el mismo pensamiento y trataré de aplicarlo en más casos. Es cuestión de cambiar el chip y premiar en lugar de castigar.
En el libro “Cómo Ganar Amigos e Influir en los Demás” de Dale Carnegie, hay un pasaje que me emocionó al leerlo. Es de W. Livingston Larned se titula “Papá Olvida” y quiero compartirlo contigo.
- Escucha, hijo: voy a decirte esto mientras duermes, una manecita metida bajo la mejilla y los rubios rizos pegados a tu frente humedecida. He entrado solo a tu cuarto. Hace unos minutos, mientras leía mi diario en la biblioteca, sentí una ola de remordimiento que me ahogaba. Culpable, vine junto a tu cama.
Esto es lo que pensaba, hijo: me enojé contigo. Te regañé cuando te vestías para ir a la escuela, porque apenas te mojaste la cara con una toalla. Te regañé porque no te limpiaste los zapatos. Te grité porque dejaste caer algo al suelo.
Durante el desayuno te regañé también. Volcaste las cosas. Tragaste la comida sin cuidado. Pusiste los codos sobre la mesa. Untaste demasiado el pan con mantequilla. Y cuando te ibas a jugar y yo salía a tomar el tren, te volviste y me saludaste con la mano y dijiste: “¡Adiós, papito!” y yo fruncí el entrecejo y te respondí: “¡Ten erguidos los hombros!”
Al caer la tarde todo empezó de nuevo. Al acercarme a casa te vi, de rodillas, jugando en la calle. Tenías agujeros en las medias. Te humillé ante tus amiguitos al hacerte marchar a casa delante de mí. Las medias son caras, y si tuvieras que comprarlas tú, serías más cuidadoso. Pensar, hijo, que un padre diga eso.
¿Recuerdas, más tarde, cuando yo leía en la biblioteca y entraste tímidamente, con una mirada de perseguido? Cuando levanté la vista del diario, impaciente por la interrupción, vacilaste en la puerta. “¿Qué quieres ahora?” te dije bruscamente.
Nada respondiste, pero te lanzaste en tempestuosa carrera y me echaste los brazos al cuello y me besaste, y tus bracitos me apretaron con un cariño que Dios había hecho florecer en tu corazón y que ni aun el descuido ajeno puede agostar. Y luego te fuiste a dormir, con breves pasitos ruidos por la escalera.
Bien, hijo; poco después fue cuando se me cayó el diario de las manos y entró en mí un terrible temor. ¿Qué estaba haciendo de mí la costumbre? La costumbre de encontrar defectos, de reprender; esta era mi recompensa a ti por ser un niño. No era que yo no te amara; era que esperaba demasiado de ti. Y medía según la vara de mis años maduros.
Y hay tanto de bueno y de bello y de recto en tu carácter. Ese corazoncito tuyo es grande como el sol que nace entre las colinas. Así lo demostraste con tu espontáneo impulso de correr a besarme esta noche. Nada más que eso importa esta noche, hijo. He llegado hasta tu camita en la oscuridad, y me he arrodillado, lleno de vergüenza.
Es una pobre explicación; sé que no comprenderías estas cosas si te las dijera cuando estás despierto. Pero mañana seré un verdadero papito. Seré tu compañero, y sufriré cuando sufras, y reiré cuando rías. Me morderé la lengua cuando esté por pronunciar palabras impacientes. No haré más que decirme, como si fuera un ritual: “No es más que un niño, un niño pequeñito”.
Temo haberte imaginado hombre. Pero al verte ahora, hijo, acurrucado, fatigado en tu camita, veo que eres un bebé todavía. Ayer estabas en los brazos de tu madre, con la cabeza en su hombro. He pedido demasiado, demasiado.
Ahora, al volverlo a leer, también me ha emocionado. No quiero que la costumbre me lleve a ver sólo los defectos de mis hijos, tienen muchas, muchísimas virtudes y son niños, que al igual que los adultos, cometen errores. Pero sobre todo tienen muchos aciertos.
¡Sonríe a la vida y la vida te sonreirá!
¿Te ha gustado? Ayúdame compartiéndolo con tus amigos. Haz clic en el botón de me gusta de Facebook o al de Retweet de Twitter. Gracias por leer Gana Dinero y Tiempo .
Muy bonito relato, no lo conocía.
Es cierto que atraes lo que piensas, yo llevo algunas semanas cambiando mi forma de pensar y me ha hecho mucho bien.
Artículos como este me hacen ver que pensando en positivo consigo tener mejores momentos.
Un saludo.